He aquí una duda que flota en la mente de todos. De nada sirven contra ella la autocomplacencia profesional, ni la suposición de que un traductor humano lo podrá hacer siempre mejor que una máquina.
Por cierto, este es un argumento que todavía se suele oir mucho, y que tenía su razón de ser en los años 90 del siglo pasado, cuando los primeros sistemas de traducción automática generaban esas frases tan surrealistas sobre bistecs y bebidas alcohólicas que entonces nos divertían tanto. En la actualidad la situación es muy diferente. La tecnología ha mejorado mucho, y hay sistemas que, tanto en el plano coloquial como en registros especializados ya son capaces de hacer traducciones bastante aceptables. Y la cosa va a mejor. A quienes aun estén inspirados positivamente por el antiguo complejo de superioridad biológico, yo les aconsejaría que pensaran en lo que de aquí a diez años podrán hacer Google Translator, DeepL y cualquier otro desarrollo por el estilo basado en redes neuronales e Inteligencia Artificial.
El panorama profesional del traductor, sobre todo de cara al futuro, se complica no tanto por la amenaza competitiva de la tecnología como por la situación actual del mercado. Es cierto que hay textos o materias de las cuales una máquina no puede ocuparse, y probablemente no pueda hacerlo jamás. Supongamos que por esta vía de exclusividad puede salvarse un 20 por ciento del trabajo (una estimación a mi juicio optimista, pero que viene bien para simplificar el argumento). Pero esto no ayudará gran cosa, porque esa quinta parte de los encargos quedarán distribuidos entre una cantidad de profesionales bastante mayor de la que había hace un cuarto de siglo, cuando empecé a trabajar en esta profesión. Aquellos sí que eran tiempos: estaba uno solo, el trabajo abundaba por doquier. La internacionalización de la economía española estaba empezando y te podías permitir el lujo de rechazar pedidos.
La buena noticia es que las traducciones hechas al estilo tradicional, con teclado de ordenador y una taza de café al lado, no desaparecerán. Un motivo de confusión habitual, cuando se sobreestima la capacidad de las Nuevas Tecnologías y la Inteligencia Artificial para reemplazar mano de obra humana, es no tener en cuenta que lo que las máquinas pueden automatizar no son puestos de trabajo sino tareas concretas. Al traductor, lo mismo que al profesional de cualquier otro ramo, se le seguirá necesitando por su habilidad para combinar funciones y atender a requerimientos cualitativos que resultan imposibles de mecanizar: dar al texto el estilo y el espíritu que precisa en función de las circunstancias, ganarse la confianza del cliente, atender consultas y, cómo no, aplicar la firma y el sello para cumplir con las normativas obligatorias y las disposiciones legales.
De manera que, aunque las cosas se pongan mal por culpa de los sistemas de traducción automática, no todo está perdido en este noble y polvoriento oficio del siglo XIX, obligado, como tantos otros, a sobrevivir en la Era Digital. La vida ya no será tan fácil como antes. El mercado se volverá más competitivo y las tarifas tenderán a ajustarse a la baja. Pero al menos se podrá seguir en la brecha. Todo depende de la vocación que se tenga y de las alternativas laborales, que visto el panorama no son muchas.
Sin embargo, es conveniente no perder de vista un hecho fundamental e incontrovertible: la amenaza no está dentro sino fuera, no en el ámbito de las competencias clave sino en el entorno en que las mismas se desenvuelven, y que en el futuro podría experimentar cambios significativos. Que un automóvil aun no sea capaz de conducir solo no se debe a que la tecnología no esté lo suficientemente avanzada para ello, sino a que las carreteras y las calles de las ciudades aun están diseñadas al estilo antiguo. El día que esto cambie -por efecto de un nuevo boom de reformas urbanísticas y obras de infraestructura que, paradójicamente, generará grandes cantidades de trabajo poco capacitado mientras se lo quita a profesiones muy especializadas-, veremos una automatización casi total del tráfico.
En el oficio del traductor jurado, el equivalente de unas calles caóticas y mal construidas -diseñadas para el tráfico de hace 100 años- serían la inercia legislativa, el inveterado sota caballo y rey de la Administración, las fricciones burocráticas y la pereza de una clientela que aun no está adaptada a la Economía Digital, ni le apetece demasiado estarlo. En este entorno los sistemas de traducción automática no rinden al 100%. Pero el día en que se disponga de estándares y normativas universalmente aceptadas sobre firmas digitales, formularios especializados y una legislación europea sobre procedimientos legales y administrativos bien estructurada (que sería el equivalente de unas carreteras rediseñadas para la circulación del denominado vehículo inteligente), ese día entonces sí que habrá llegado el fin, no solo para la traducción normal, sino también para la jurada.